La muerte

por  Xabier Agirre Urteaga

 

 

 

     “Quien no teme a la muerte, no muere”. Se lo oí gritar en la televisión a un iraquí con un niño destrozado entre sus brazos. Esa frase desesperada no es sino una de las infinitas artimañas que elabora el intelecto para eludir esa tremenda verdad: todos morimos, y, con ello, todo acaba para nosotros.

     Ese período de tiempo que comienza con el nacimiento tiene un fin, y, por mucho que intentemos dulcificar ese hecho con creencias en otras vidas, ánimas o en la intrahistoria, siempre nos enfrentaremos  a una realidad incontrovertible, que produce desesperación.

     Cuando a la noche alguien apaga la luz de la habitación, y nos quedamos a oscuras, podemos imaginar que eso es la muerte... vivir de otra manera. E incluso el sueño ayuda a pensar que es posible una existencia inmaterial. Pero la muerte tiene un significado radical que no puede expresar ni de soslayo ninguna metáfora. La muerte es el fin, es el cero, es la nada, es el no ser, y contra eso ningún lenitivo es eficaz. Si la vida es consciencia, la muerte, su contraria, prescindirá de ella. Será la no consciencia, aquello que no puede pensar, ni pensarse a sí mismo.

     La vía deductiva es la única posible para afrontar el tema de la muerte; la inductiva, esto es, la prueba empírica del más allá es un sinsentido. No podemos esperar que alguien nos diga qué hay allí, porque eso demostraría que nunca ha estado allí.

     La muerte ha de ser afrontada desde la lógica o desde la imaginación. Siendo la lógica una disciplina fría y desalmada, cualquier creación poética al respecto es mil veces más atractiva que la evidencia de la nada, que es lo que es la muerte.

     Algunas religiones, sobre todo las de base animista, han explotado esa capacidad literaria y de fabulación ¿Quién no quisiera ver continuar su viaje reencarnado en una hermosa haya, o viajando por los mares como una gregaria sardina? Otras, las más aprovechadas, dan un sesgo moral a la muerte y a la vida posterior. Para que te toque la lotería eterna, has de comprar los décimos en esta vida. ¡Benditos tahúres!

     Todo con tal de no afrontar el helador escalofrío que produce el hecho de que, probablemente, no vayamos a ninguna parte.