Ningún mal pensamiento |
por Xabier Agirre Urteaga | |||
![]() |
Siento
un ligero cosquilleo en el estómago. Son las dos del mediodía, y ya
hace más de siete horas que apuré el último sorbo de mi café con
leche, poco café y mucha leche. Entre tanto, sólo me he permitido un
ligero tentempié, que ya ha sido digerido y requetedigerido. Estoy,
por consiguiente, en trance de prepararme una suculenta comida, que
precederá a una de esa siestas reparadoras de las que te despiertas
cuando todo ya está oscuro. Es invierno, y el día no da mucho
de sí.
Abro una botella de Santa Cruz de Artazu del 2001, y me
sirvo el primer sorbo. La boca estalla cuando el vino la recorre.
Conclusión: un buen trago de vino en ayunas supera cualquier
experiencia mística. No tengo tiempo de escribir ningún poema ad
hoc, porque el segundo culico ya se abalanza hacia mis
labios, empapa mi paladar y cae por el esófago. Siento todo su
recorrido, y, ahora sí, mi cuerpo y mi mente se desperezan.
Troceo unas alcachofas limpias y las pongo a freír ligeramente
albardadas. Antes he asado a la plancha media docena de langostinos
que procedo a pelar. Coloco los langostinos sobre las alcachofas, y
las rodeo de una salsa fría de nueces, que preparé ayer siguiendo
escrupulosamente la receta de mi madre, escrita en un ya amarillento
papel bajo el epígrafe de intxaursaltsa. Limpio la plancha y
pongo el horno a calentar. El foie espera, pero no demasiado. “Las
alcachofas están divinas”, oigo decir. El foie ya reposa en el
plato previamente calentado. Sólo falta recubrirlo con una mermelada
de arándanos previamente rebajada con algo de Jerez, que
a su vez ha sido quemado. Unas trufas dan el colofón a ese
estallido de sabores. Dejaré la siesta para mejor ocasión, porque un café corto y un digestivo también contribuyen a conjuntar el ágape.
|
El
cuerpo se encuentra, al fin, en ese estado placentero en el que nada
sobra, ni nada se necesita. Pienso que, por mí, el mundo podría
acabarse en ese preciso momento. Ante esta ocurrencia, ningún atisbo
de arrepentimiento, rencor, ni ansiedad asoma por mi conciencia. La
biología ha cumplido su cometido. Llamo al intelecto, y me responde
que no está dispuesto a darme ningún mal pensamiento. Pienso, por
tanto, que, saciados los sentidos, nadie podría dejar de ser feliz,
que hay solución para todos los problemas, que todo es sencillo, y
nada merece nuestra
preocupación.
La comida ha resultado deliciosa, y la compañía amenaza con
irse. Nada hago para que esto no suceda, porque mi bienestar es tal
que no merece la pena que sea enturbiado con palabras falsas. Estoy a
gusto solo. Nadie con quien compartir esa cantidad de hormonas en mi
cerebro. Sólo las quiero para mí.
Alguien abre la puerta, y grita: ¡vaya pocilga de cocina! ¿Quién
va a limpiar todo esto?”. Dejo mis cavilaciones, y me acerco a la
fregadera. Lo bueno de la felicidad es que no es eterna, y que la auténtica no es meramente física, ni onanista. Sigo siendo feliz. |