Filosofía y educación

por Xabier Agirre Urteaga

 

    Desde el comienzo la filosofía y la educación han ido de la mano. Los primeros milesios aprendieron unos de otros, y la escuela eleática marcó el comienzo de la filosofía del ser. Pitágoras también se rodeó de discípulos, y Atenas brilló con la Academia, el Liceo y la Stoa. Pero algo debieron hacer entonces los griegos, algo con lo que no acertamos en la actualidad.

     Aunque la filosofía es una disciplina solitaria e individual en la producción; es necesario, en cambio, que sus conclusiones sean transmitidas. Lo que uno piensa no puede quedar para su coleto, porque incluso el monólogo es diálogo para quien escucha. Hay que informar a los demás de las conclusiones que se alcanzan para que se pueda progresar a partir del punto en que se dejó de reflexionar.

     Esta visión de la filosofía, la que cree que el pensamiento progresa, peca de excesivo optimismo. Llevamos dos milenios y medio, como ya dijo Whitehead,  simplemente anotando a pie de página lo que nos dijeron los antiguos. Por lo tanto, poco parece que hayamos avanzado. Sólo ocasionalmente alguien añade algún matiz interesante a alguno de los temas que casi agotaron los filósofos griegos.

     Y eso se debe en gran medida a la escolarización de la filosofía. En las facultades y clases de filosofía se limita a repetir cosas que alguien repitió anteriormente. Nada se puede hacer por lo que Kant soñó. Hoy se enseña y se aprende filosofía, ni por asomo se enseña, ni se aprende, a filosofar. Porque filosofar significa sufrir. Quien busca la sabiduría y la felicidad parte de la ignorancia y la infelicidad. Y ese conocimiento provoca desasosiego, y este desasosiego un profundo sufrimiento. Si sacamos la filosofía de la experiencia personal, y la extraditamos a las cuatro paredes de un aula la esterilizamos para siempre. La actual escolarización de la filosofía ha hecho desaparecer al filósofo pasional, ha creado al filósofo profesional, y éste ha convertido la filosofía en una momia envuelta en citas y erudición.

     Asumamos también nosotros, los profesores de filosofía, nuestra gran parte de culpa. Somos corresponsables, por ejecutores necesarios, de ese desastre. Nada creamos, y no pretendemos que nadie cree nada; sólo queremos que alguien nos repita lo que brillantemente dijimos. Pero, ¿se puede hacer algo más dentro de la actual estructura educativa? Creo que no. Las circunstancias empujan a la banalización, a la superficialidad, y la eficacia.

La filosofía se ha convertido en ese león enjaulado, enfermo de hospitalismo, que vaga de un lado al otro de la jaula sin saber hacer otra cosa.