El mar, mi traidor amigo

¡Qué duro es hacer esto!, coger lápiz y papel y relatar la mayor desgracia de mi vida. No sé por qué lo hago, supongo que para desahogarme; ya que no lo puedo hacer con una persona, lo escribo. Han pasado 20 años ya, desde aquel agosto de 1898.

Yo nací donde actualmente vivo, en una pequeña casita a 1 km de Santiago. Mi casa está completamente aislada, junto a la costa, únicamente acompañada por el mar. Aquí vivíamos madre y yo. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía 2 años y no recuerdo ni su cara, ni su voz, ni siquiera su presencia en casa; pero tampoco quiero hacerlo. Sólo sé de él lo que madre me contaba, y ella no lo ponía en muy buen lugar.

Según ella, él fue un mal padre y todavía peor esposo. Trabajaba en la Armada marina española y siempre estaba destinado en algún sitio lejos de su hogar. ¡Cuántas veces me dijo que desde el puerto lo vio partir! Hasta que un día no regresó. Como un cobarde le dio una carta al coronel para que se la entregara a madre. En esa carta le decía que jamás volvería, que había encontrado un nuevo amor en las Américas y allí era mucho más feliz.

Pero dejemos la historia de mi padre y volvamos a la mía. En aquella casa vivíamos los dos, y como es lógico, yo no tenía ningún amigo, no porque no quisiera sino porque no conocía a más chicos; jamás había salido de las dunas que rodean mi casa.
Mi único amigo era el mar. Me tumbaba en la orilla y le contaba mis preocupaciones. Él me entendía y a través del murmullo de la brisa y el romper de las olas me contestaba. Cuando me metía en él, jugábamos apasionadamente los dos juntos y, cuando yo me cansaba, él se percataba. Yo me dejaba flotar y él me mecía como una madre mece a su bebé entre sus brazos.

A madre no le gustaba que pasase tanto tiempo en la playa, en la orilla, en el agua… Ella no soportaba el mar. Imaginaos que vuestra madre odia a vuestro mejor amigo, pues así me sentía yo. Solo salía de casa para lo estrictamente necesario, no quería notar ni la arena rozando sus piernas. ¡Cuántas veces me repetía esta frase!: -El mar es traicionero hijo. Te atrae con sus curvas (se refería a las olas o, al menos, eso pensaba yo) hasta que te acercas a él y finalmente te agarra con fuerza, se hace dueño de ti y te aleja de tu tierra-. Esto que tantas veces decía, tardé tiempo en darme cuenta que tenía un doble sentido. En cierta manera ella echaba la culpa al mar por ser la unión entre tierras inmensamente lejanas donde mi padre descubrió otros mundos y otro amor.

 



Cierta tarde estaba yo jugando en el agua mientras mi madre me vigilaba por la ventana como de costumbre. Pero ese día fue el fatídico día. Él estaba más movido de lo habitual. Las olas median 2 ó 3 metros. Me cansé pronto de jugar y me relajé como de costumbre, pero pronto me percaté de que pasaba algo raro. Él no se dio cuenta, o no se quiso dar que no quería jugar más. No me mecía como todos los días entre sus brazos, sino que en un momento aprovechó para engañarme y como decía madre, me agarro y comenzó a alejarme de la costa. Ella rápidamente salió de casa en mi auxilio. En ese momento supe lo que me quería. Su amor hacia mí era mayor que el miedo que tenía al mar, y os aseguro que su pánico hacia él era excepcional. Cogió un viejo bote que se encontraba en la orilla y acudió a rescatarme. Me montó en aquella inestable, barca, pero mientras lo hacía, ella cayó. La cara visible y bella del mar me llevó flotando en la barca hasta la orilla. Aquellas bellas e inofensivas olas escondían el rostro oculta que yo no conocía de él. Las corrientes submarinas arrastraron a madre y la perdieron entre la inmensidad de las aguas.

Allí estaba yo, impotente, frente a mi traidor amigo. Comencé a llorar y a chillar: “¡Cabrón! Te has llevado a lo que más quería, ¡madre…!”. Será mejor no seguir. Cogí arena de la orilla y la lancé hacia él, intentando dañarle. Veía que no obtenía resultado y cogí un puñado todavía más grande luego con las dos manos, pero nada. Me sentía más desgraciado e impotente cada vez que lo hacía, así que finalmente llorando, sin energía para sostenerme en pie, me dejé caer al suelo, deseando que el mundo se acabara.

Desde entonces sigo aquí, en esta vieja e inmensa casucha, y me he convertido en lo mismo que era madre. Vivo solo, no salgo de casa y jamás me acerco al mar. No es por miedo sino por resentimiento; se llevó a madre, me privo de un padre y por su culpa estoy solo, vivo solo y moriré solo.

Probablemente se hayan dado cuenta de que no he mencionado mi identidad ni he revelado ningún nombre, y así es como lo quiero. Jamás nadie excepto mi madre sintió nada hacia mí y, si mi persona no ha provocado un sentimiento hermoso a ningún ser humano, no quiero que lo primero que alguien sienta por mí sea lástima.

Pablo Ayerra